Este es un relato escrito a medias con Andrea Neptune. Me propuso realizar este relato en el que cada uno escribiríamos la mitad y creo que el resultado es muy bueno, sólo queda que vosotros le déis el visto bueno. La parte en negro es la mía, la parte en rojo la de ella.
Puede que sea el cansancio, es posible que sea el color anaranjado del
cielo, incluso cabe la posibilidad de que sea en realidad el cargado
ambiente de la explanada. En realidad creo que la razón principal de mi
agobio y falta de aire es el estar debajo de 5 ó 6 personas que se han
abalanzado sobre mí. ¿Por qué? La razón es sencilla, ellos son
gilipollas y yo un poco estúpido.
Veréis, todo comenzó hace un par de semanas a la salida de los
recreativos. Era una tarde de viernes, el cielo estaba gris y parecía
que de un momento a otro el cielo comenzaría a caer sobre nosotros en
forma de diluvio bíblico. La decisión fue clara, pasamos al ‘Plan B’ de
los viernes, el plan de los días en los que llovía: cine y recreativos.
La película fue maravillosa, aunque será mejor que no me preguntes de
qué iba, ya que la mayor parte del tiempo lo pasamos besándonos y
acariciando nuestros cuerpos —para algo habíamos comprado entradas en la
parte trasera del cine—, tras eso fuimos al salón de recreativos, donde
jugamos a varias máquinas, dejándole ganar en varias de las partidas.
El problema vino cuando salimos de ese establecimiento. Un grupo de
macarras habían aparcado con sus motos junto al local. Llevaban chupas
de cuero, el pelo en cresta y algunos piercings y tatuajes. Cada uno
portaba una lata de cerveza y un porro, como si fuese parte de su propia
estética, como si el hecho de no llevar eso les hiciese diferentes y
quedar excluidos de su grupito de malotes.
La casualidad hizo que nos viésemos obligados a pasar junto a ese grupo
de indeseables que, como ya suponíamos, empezaron a increparnos y
“piropear” (por llamarlo de alguna manera) a mi novia. Habitualmente
ignoramos ese tipo de provocaciones, no falta el día en el que algún
imbécil suelta alguna y te dan ganas de partirle la cara, pero en esta
ocasión me dio tanto asco que no pude evitar girarme para contestarles.
En cuanto vi que se giraban hacia mí con cara de pocos amigos supe que
en esta ocasión también hubiese estado bien pasar de ellos, pero me
habían calentado demasiado la cabeza. Uno de ellos cogió la cadena que
llevaba atada en sus pantalones y la giró amenazante, a lo que yo
respondí con un “¿Eso lo llevas para que tu madre te saque a pasear?”.
En efecto, eso fue lo peor que podría haber dicho en esa situación y,
por suerte, en esa ocasión mi novia y yo pudimos salir corriendo sin
sufrir ningún percance, al parecer su mente era tan limitada como yo
pensaba y con un par de giros conseguimos despistarlos. Eso tuvo
consecuencias malas, ya que esos chicos solían andar por nuestro barrio y
era difícil evitarlos para siempre. Eso sí, la adrenalina conseguida en
ese altercado provocó que tuviésemos una de las mejores sesiones de
sexo que habíamos tenido durante toda nuestra relación. En ocasiones una
chispa puede disparar algo grande.
Como no era difícil de esperar, nos
encontramos con el mismo grupito dos semanas después. Es decir, hoy. No
los habíamos visto antes de aquel primer encontronazo, pero la
casualidad quiso que nos encontráramos con ellos dos veces a falta de
una.
Estábamos prácticamente al lado de casa de
mi novia, veníamos riéndonos todo el camino de un borracho —he de
añadir que cuarentón— que se nos había acercado en un pub y nos había
preguntado si éramos novios, y que nos dijo que si necesitábamos
cualquier cosa se lo pidiéramos. Me agarró del hombro y me separó de mi
novia. La observó con una sonrisilla pícara y le guiñó un ojo. Estuve
apunto de llamarle la atención, pero no me dio tiempo a hacerlo. Cogió
mi cara entre los dedos de la mano que le quedaba libre y me apretó con
suavidad, como si fuera un niño pequeño. En aquel instante debí parecer
un tomate o algo semejante, noté cómo empezaron a acalorarse mis
mejillas, y no precisamente por el apretón. Al menos pasamos
desapercibidos y no nos miró nadie. O eso creo. Me hizo mirarle a los
ojos, y yo, sin saber cómo responder, le miré. Giró mi cuerpo de modo
que le diera la espalda a mi novia e introdujo la mano en su bolsillo.
Cuando la sacó me enseñó lo que había sacado de él: un condón. Lo colocó
frente a sus narices y lo observó fijamente, llegando a ponerse bizco.
Me aguanté las ganas de reír, aunque todavía no sé cómo lo conseguí. Me
lo metió en el bolsillo con toda la confianza del mundo, y yo no supe
qué decir. “Lo necesitarás, chaval”. Me guiñó un ojo como se lo había
guiñado a mi novia y me dio un par de palmadas en la espalda. Después
nos dejó solos. En el momento en que me giré hacia mi novia no supe qué
decir. Ella tenía las mejillas a punto de explotar, me atrevería a decir
que la risa quería escapársele por las orejas. Intenté ponerme serio,
pero empezamos a reír a carcajadas como si nos fuera la vida en ello. El
hecho es que la risa nos duró un buen rato. Tanto que cuando nos
acercamos al parque que había bajo el portal de mi novia seguíamos
riéndonos.
En conclusión, cuando nos topamos con los
macarras de turno, seguíamos riéndonos. De no haber sido así
probablemente mi novia y yo habríamos llegado a su casa sanos y salvos.
Nos habríamos dado una despedida larga en su portal y yo después me
habría ido a mi casa tan campante. Pero no fue así. Al parecer no tenían
otra cosa mejor que hacer y se acercaron a nosotros, y, para variar,
eran los de la otra vez. Y, al parecer, se acordaban de nosotros tanto
como nosotros de ellos, porque mi novia pareció gustarles de la misma
forma que les había gustado la vez anterior.
Le pegué un empujón al primero que se nos
acercó sin pensármelo dos veces. Creo que no es necesario aclarar que
ahora mismo me arrepiento de ello. “¿Quieres bulla?”. No me dejaron
responder, me vi rodeado de tíos más grandes que yo en cuestión de
segundos. Primero dos, luego tres. Y así hasta llegar a cinco o seis,
los cinco o seis que me están aplastando en estos momentos.
Oigo los gritos de mi novia, pero
realmente no consigo escuchar lo que dice. Su voz me pone nervioso,
porque ni ella ni yo podemos hacer nada. Sólo consigue irritarme.
Intento escapar, pero estoy en el suelo y me es prácticamente imposible.
Quiero pegar una patada para librarme de ellos y poder respirar, pero
en lugar de eso recibo un puñetazo en el estómago. Y, seguidamente, otro
en la mandíbula. El dolor me aturde los sentidos, no sé qué hacer. Mi
novia sigue gritando, pero no es más que un eco que suena de fondo. No
le presto atención a nada ni a nadie, no soy capaz de concentrarme.
Recibo golpes por todo el cuerpo y empiezo a sentir dolor en lugares en
los que nunca antes lo había sentido. Ni siquiera me defiendo. Son
muchos, todos más grandes que yo. No puedo hacer nada, me rindo. Se
rinden mi mente y mi cuerpo. La vista se me nubla, no sé hacia dónde
mirar. Se me cierran los ojos contra mi voluntad, me siento
terriblemente cansado.
Una última patada me cierra los ojos. Soy
incapaz de abrirlos. Me cuesta respirar. Incluso me duele. Alguien debe
haberles ordenado parar, porque paran. No siento más golpes, sólo dolor.
Me sumo en la inconsciencia rápidamente, con el aliento de mi novia en
la nuca. Sé que es ella.
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