13 de noviembre de 2012

Last Breath

Este es un relato escrito a medias con Andrea Neptune. Me propuso realizar este relato en el que cada uno escribiríamos la mitad y creo que el resultado es muy bueno, sólo queda que vosotros le déis el visto bueno. La parte en negro es la mía, la parte en rojo la de ella.

Puede que sea el cansancio, es posible que sea el color anaranjado del cielo, incluso cabe la posibilidad de que sea en realidad el cargado ambiente de la explanada. En realidad creo que la razón principal de mi agobio y falta de aire es el estar debajo de 5 ó 6 personas que se han abalanzado sobre mí. ¿Por qué? La razón es sencilla, ellos son gilipollas y yo un poco estúpido.
Veréis, todo comenzó hace un par de semanas a la salida de los recreativos. Era una tarde de viernes, el cielo estaba gris y parecía que de un momento a otro el cielo comenzaría a caer sobre nosotros en forma de diluvio bíblico. La decisión fue clara, pasamos al ‘Plan B’ de los viernes, el plan de los días en los que llovía: cine y recreativos. La película fue maravillosa, aunque será mejor que no me preguntes de qué iba, ya que la mayor parte del tiempo lo pasamos besándonos y acariciando nuestros cuerpos —para algo habíamos comprado entradas en la parte trasera del cine—, tras eso fuimos al salón de recreativos, donde jugamos a varias máquinas, dejándole ganar en varias de las partidas.
El problema vino cuando salimos de ese establecimiento. Un grupo de macarras habían aparcado con sus motos junto al local. Llevaban chupas de cuero, el pelo en cresta y algunos piercings y tatuajes. Cada uno portaba una lata de cerveza y un porro, como si fuese parte de su propia estética, como si el hecho de no llevar eso les hiciese diferentes y quedar excluidos de su grupito de malotes.
La casualidad hizo que nos viésemos obligados a pasar junto a ese grupo de indeseables que, como ya suponíamos, empezaron a increparnos y “piropear” (por llamarlo de alguna manera) a mi novia. Habitualmente ignoramos ese tipo de provocaciones, no falta el día en el que algún imbécil suelta alguna y te dan ganas de partirle la cara, pero en esta ocasión me dio tanto asco que no pude evitar girarme para contestarles.
En cuanto vi que se giraban hacia mí con cara de pocos amigos supe que en esta ocasión también hubiese estado bien pasar de ellos, pero me habían calentado demasiado la cabeza. Uno de ellos cogió la cadena que llevaba atada en sus pantalones y la giró amenazante, a lo que yo respondí con un “¿Eso lo llevas para que tu madre te saque a pasear?”.
En efecto, eso fue lo peor que podría haber dicho en esa situación y, por suerte, en esa ocasión mi novia y yo pudimos salir corriendo sin sufrir ningún percance, al parecer su mente era tan limitada como yo pensaba y con un par de giros conseguimos despistarlos. Eso tuvo consecuencias malas, ya que esos chicos solían andar por nuestro barrio y era difícil evitarlos para siempre. Eso sí, la adrenalina conseguida en ese altercado provocó que tuviésemos una de las mejores sesiones de sexo que habíamos tenido durante toda nuestra relación. En ocasiones una chispa puede disparar algo grande.
Como no era difícil de esperar, nos encontramos con el mismo grupito dos semanas después. Es decir, hoy. No los habíamos visto antes de aquel primer encontronazo, pero la casualidad quiso que nos encontráramos con ellos dos veces a falta de una.

Estábamos prácticamente al lado de casa de mi novia, veníamos riéndonos todo el camino de un borracho —he de añadir que cuarentón— que se nos había acercado en un pub y nos había preguntado si éramos novios, y que nos dijo que si necesitábamos cualquier cosa se lo pidiéramos. Me agarró del hombro y me separó de mi novia. La observó con una sonrisilla pícara y le guiñó un ojo. Estuve apunto de llamarle la atención, pero no me dio tiempo a hacerlo. Cogió mi cara entre los dedos de la mano que le quedaba libre y me apretó con suavidad, como si fuera un niño pequeño. En aquel instante debí parecer un tomate o algo semejante, noté cómo empezaron a acalorarse mis mejillas, y no precisamente por el apretón. Al menos pasamos desapercibidos y no nos miró nadie. O eso creo. Me hizo mirarle a los ojos, y yo, sin saber cómo responder, le miré. Giró mi cuerpo de modo que le diera la espalda a mi novia e introdujo la mano en su bolsillo. Cuando la sacó me enseñó lo que había sacado de él: un condón. Lo colocó frente a sus narices y lo observó fijamente, llegando a ponerse bizco. Me aguanté las ganas de reír, aunque todavía no sé cómo lo conseguí. Me lo metió en el bolsillo con toda la confianza del mundo, y yo no supe qué decir. “Lo necesitarás, chaval”. Me guiñó un ojo como se lo había guiñado a mi novia y me dio un par de palmadas en la espalda. Después nos dejó solos. En el momento en que me giré hacia mi novia no supe qué decir. Ella tenía las mejillas a punto de explotar, me atrevería a decir que la risa quería escapársele por las orejas. Intenté ponerme serio, pero empezamos a reír a carcajadas como si nos fuera la vida en ello. El hecho es que la risa nos duró un buen rato. Tanto que cuando nos acercamos al parque que había bajo el portal de mi novia seguíamos riéndonos.

En conclusión, cuando nos topamos con los macarras de turno, seguíamos riéndonos. De no haber sido así probablemente mi novia y yo habríamos llegado a su casa sanos y salvos. Nos habríamos dado una despedida larga en su portal y yo después me habría ido a mi casa tan campante. Pero no fue así. Al parecer no tenían otra cosa mejor que hacer y se acercaron a nosotros, y, para variar, eran los de la otra vez. Y, al parecer, se acordaban de nosotros tanto como nosotros de ellos, porque mi novia pareció gustarles de la misma forma que les había gustado la vez anterior.

Le pegué un empujón al primero que se nos acercó sin pensármelo dos veces. Creo que no es necesario aclarar que ahora mismo me arrepiento de ello. “¿Quieres bulla?”. No me dejaron responder, me vi rodeado de tíos más grandes que yo en cuestión de segundos. Primero dos, luego tres. Y así hasta llegar a cinco o seis, los cinco o seis que me están aplastando en estos momentos.

Oigo los gritos de mi novia, pero realmente no consigo escuchar lo que dice. Su voz me pone nervioso, porque ni ella ni yo podemos hacer nada. Sólo consigue irritarme. Intento escapar, pero estoy en el suelo y me es prácticamente imposible. Quiero pegar una patada para librarme de ellos y poder respirar, pero en lugar de eso recibo un puñetazo en el estómago. Y, seguidamente, otro en la mandíbula. El dolor me aturde los sentidos, no sé qué hacer. Mi novia sigue gritando, pero no es más que un eco que suena de fondo. No le presto atención a nada ni a nadie, no soy capaz de concentrarme. Recibo golpes por todo el cuerpo y empiezo a sentir dolor en lugares en los que nunca antes lo había sentido. Ni siquiera me defiendo. Son muchos, todos más grandes que yo. No puedo hacer nada, me rindo. Se rinden mi mente y mi cuerpo. La vista se me nubla, no sé hacia dónde mirar. Se me cierran los ojos contra mi voluntad, me siento terriblemente cansado.

Una última patada me cierra los ojos. Soy incapaz de abrirlos. Me cuesta respirar. Incluso me duele. Alguien debe haberles ordenado parar, porque paran. No siento más golpes, sólo dolor. Me sumo en la inconsciencia rápidamente, con el aliento de mi novia en la nuca. Sé que es ella.

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